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Pintura que muestra la rendición del Ejército español en la Batalla de Tampico, septiembre de 1829. Fue el último intento ibérico por la reconquista de México,Museo Nacional de Historia
Sólo era cuestión de tiempo. Nada podía impedir que en la primera mitad del siglo XIX, México y Estados Unidos se enfrentaran en una gran guerra, anunciada desde finales del siglo XVIII por la voracidad territorial con la que el nuevo país inició su historia como nación independiente y por la grave inestabilidad política que vivió México una vez que se independizó de España. Cuando los estadounidenses lograron su Independencia en 1783 —luego de siete años de guerra con Gran Bretaña—, su territorio estaba ceñido a la costa este de Norteamérica donde se encontraban las 13 colonias fundadas por los anglosajones que llegaron a partir de la década de 1620.
Una de las primeras obsesiones de los padres fundadores fue extender su territorio por cualquier medio posible: compra, cesión o despojo, poco importaba la forma. Por entonces, el terreno original de Estados Unidos limitaba hacia el este con el oceáno Atlántico y hacia el oeste con el Río Misisipi; en 1803, le compraron la Louisiana a Francia que incluyó el territorio central de Norteamérica; en 1819 obtuvieron por cesión de España la Florida —lo que les permitió tener un extenso litoral hacia el golfo de México— y en 1846, a través de un tratado con Gran Bretaña sumaron el territorio de Oregon lo que les permitió tener una salida al océano Pacífico aunque se encontraba demasiado al norte, en los límites con Canadá.
El expansionismo estadounidense partió de tres principios: la Doctrina Monroe (1823) que sostenía “América para los americanos”, pero no era una defensa continental frente a los intereses europeos, sino en términos más simples signficaba: América para Estados Unidos; el principio de “transcontinentalidad” que se traducía en la necesidad de que el territorio estadounidense abarcara de la costa este a la costa oeste y el Destino Manifiesto, doctrina que puso de moda el periodista John L. O’Sullivan hacia 1845 en la que sostenía que Estados Unidos tenían la misión providencial de extender “el gran experimento de la libertad” y sus nobles instituciones políticas. A pesar del creciente expansionismo del país del norte, los territorios más ricos de Norteamérica: Texas y California, que habían sido propiedad de la Corona española, fueron heredados por México cuando alcanzó su Independencia en 1821 y más temprano que tarde se convirtieron la gran obsesión de la Casa Blanca y, por supuesto, en la manzana de la discordia entre ambas naciones.
UNA DE LAS DOCTRINAS EN LAS QUE EUA BASÓ SU EXPANSIONISMO FUE LA FAMOSA DOCTRINA MONROE (1823)
El desastre mexicano
Uno de los primeros problemas que enfrentó el México independiente fue que su territorio tenía una extensión de cuatro millones 400 mil kilómetros cuadrados y sin recursos era imposible alentar la colonización masiva de los territorios del norte —a los que le había echado ojo Estados Unidos— lo cual de manera natural habría garantizado la defensa de la soberanía.
Además, México nació a la vida independiente con el pie izquierdo: España no reconoció al nuevo país sino hasta el 28 de diciembre de 1836, sólo 15 años después de finalizada la Guerra de Independencia; nació con una clase gobernante sin experiencia política porque los criollos siempre habían estado relegados a un segundo plano en la toma de decisiones de la otrora Nueva España; adoptó la monarquía como forma de gobierno que si bien había funcionado a través de la tradición monárquica de la metrópoli, fue un fracaso cuando la corona cayó en manos de un militar criollo —el emperador Agustín de Iturbide— que no tenía idea del funcionamiento de la monarquía. El Imperio mexicano duró un suspiro. Si México se había independizado en 1821 como una monarquía constitucional moderada, para finales de 1823 ya era una república federal. No es exagerado afirmar que de 1824 a 1848, cuando terminó la guerra contra Estados Unidos, la nación mexicana más que vivir, sobrevivió.
Bombardeo de la fortaleza de San Juan Ulúa, Veracruz, por la Armada francesa el 27 de noviembre de 1838, durante los acontecimientos de La Guerra de los Pasteles.Musées Nationaux-Grand Palais
James Knox Polk (1795-1849). Undécimo presidente de Estados Unidos dirigió la guerra contra México de 1846 a 1847 y anexó a su país los territorios en el suroeste y de California.iStock
EN EL “DESTINO MANIFIESTO” EUA JUSTIFICA SU EXPANSIONISMO BAJO UNA CRUZADA DE LIBERTAD
En el transcurso de 24 años el país tuvo 40 presidentes, en promedio uno cada seis meses; enfrentó un intento de reconquista español (1829), la guerra de Texas con intervención estadounidense (1836), una primera guerra contra Francia (1838) y la guerra contra Estados Unidos (1846-1848). Durante ese periodo hubo una disputa permanente por el proyecto de nación, la clase gobernante estuvo permanentemente dividida y el militarismo fue la voz cantante de la política interna. México era un polvorín: inestabilidad política, la hacienda pública en quiebra, intentos separatistas de algunos estados de la federación —como Yucatán, además de la guerra de castas que los indígenas mayas libraban ferozmente contra la población blanca—; cacicazgos regionales, levantamientos militares a la orden del día y sobre todo no existía una conciencia de unidad nacional, el sentido de nación casi ausente.
Hacia la guerra
“A río revuelto ganancia de pescadores” debieron pensar en Washington. Los mexicanos aún no terminaban de celebrar su Independencia y ya estaba Joel R. Poinsett, el primer embajador estadounidense acreditado en México (1822) ofreciendo varios millones de dólares por Texas. Aunque le urgían recursos, el gobierno mexicano rechazó una y otra vez los ofrecimientos de la Casa Blanca. Después de varios intentos fallidos, los estadounidenses decidieron esperar. No se equivocaron: la inestabilidad política mexicana les permitió hacerse de Texas. En 1836, los texanos proclamaron la independencia bajo el argumento de que estaban en desacuerdo con la república centralista recién proclamada por el gobierno mexicano.
Como defensores del federalismo, los texanos aprovecharon las circunstancias y tomaron las armas. Texas contaba con una presencia importante de estadounidenses que se habían establecido en el territorio para echar raíces. Cuando estalló el conflicto, la Casa Blanca apoyó a los texanos y clandestinamente enviado filibusteros, mercenarios y aventureros que se sumaron a las filas separatistas. Los texanos derrotaron al Ejército mexicano y se organizaron como la república de Texas. En 1845, a través de un plebiscito, decidieron incorporarse a Estados Unidos, situación que puso al rojo vivo las relaciones entre Washington y México. Por entonces, la Casa Blanca ya no sólo quería Texas sino hacerse de California y lo que hubiera en el camino.
La guerra
Las condiciones eran propicias para comenzar la invasión. México era un caos, buena parte de su ejército había surgido de la leva y contaba aún con armas que habían sido utilizadas durante la Guerra de Independencia, más de 20 años atrás. El conflicto con Estados Unidos no fue un asunto de interés nacional como quedó demostrado cuando algunos estados de la federación se proclamaron neutrales ante la guerra. Ni las alarmantes noticias de que el ejército invasor avanzaba por distintos puntos del país impidió que las facciones políticas continuaran enfrascadas en una caótica lucha por la silla presidencial.
Durante los dos años que duró el conflicto, el país tuvo siete presidentes. Pero no sólo eso, en diciembre de 1845, casi en vísperas de la guerra, Mariano Paredes y Arrillaga, hombre que estaba al mando de la mejor división del ejército dio un golpe de Estado y se apoderó de la presidencia al grito de “orden y monarquía”. Era increíble, el presidente de una república pidiendo volver a la monarquía. Su intento fracasó porque en el mes de mayo de 1846, estalló la guerra.
El ejército extranjero avanzó desde el norte con las tropas bajo el mando de Zachary Taylor; en el trayecto se desarrollaron algunas batallas en las que las fuerzas mexicanas intentaron detener a las tropas invasoras, sobre todo, en La Angostura —entre Saltillo y la capital de Nuevo León— y en Monterrey. Sin embargo, en otros lugares, los estadounidenses llegaron como “Pedro por su casa”, como en Puebla, a donde entraron sin disparar un solo tiro. La columna de Scott siguió la ruta de Hernán Cortés desde Veracruz hasta la ciudad de México. La desunión del país frente a un enemigo común era evidente.
Batalla de Monterrey (21-24 septiembre, 1846) en la Guerra México-Estadounidense donde las tropas invasoras derrotarían al Ejército Mexicano del Norte del general Pedro de Ampudia.University of Texas at Austin
Representación de la gesta heroica de la defensa del Castillo de Chapultepec por los jóvenes cadetes del Colegio Militar, 13 de septiembre de 1847.Biblioteca Nacional de España
El cónsul estadounidense en México, John Black percibió con claridad la triste realidad mexicana: “¿Qué pueden pensar las naciones extranjeras de esta gente que bajo ninguna circunstancia deja de entregarse a luchas civiles para aniqui- larse recíprocamente, no obstante que más de la mitad de su país se encuentra ocupado por fuerzas extranjeras, y la otra en peligro de correr la misma suerte? Su conducta los exhibe como incapaces, tanto para gobernarse por sí mismos, como para ser gobernados por los demás, aunque su proceder los arrastra a este último destino, hasta el grado de que, si persisten un poco más, no dejarán otra alternativa a nuestro país que someterlos a su protección paternal”.
Luego de la defensa de Monterrey y Veracruz, la mayor resistencia que opuso el Ejército mexicano a los invasores llegó cuando se encontraban en el Valle de México a punto de iniciar la última etapa de su ofensiva. Del 19 de agosto al 14 de septiembre de 1847, batalla tras batalla, las defensas mexicanas fueron cayendo en poder de los invasores: Padierna (19 de agosto), Churubusco (20 de agosto), Molino del Rey (8 de septiembre) y Chapultepec (13 de septiembre), todavía el día 14 la población civil presentó una infructuosa resistencia sin que pudieran evitar la ocupación total de la ciudad. Ese día, en la víspera de conmemorar un año más de vida independiente, México fue humillado. La bandera de Estados Unidos fue izada sobre el Palacio Nacional en la plaza mayor de la Ciudad de México. Su ejército ocupó la capital del país el 14 de septiembre de 1847 al 12 de junio de 1848. Unos días antes el gobierno federal cambió la sede de los poderes y se estableció en Querétaro, en donde comenzaron las negociaciones de paz para poner fin a la guerra.
AL FINAL DE LA GUERR A CONTRA ESTADOS UNIDOS, MÉXICO PERDIÓ
MÁS DE LA MITAD DE SU TERRITORIO
Litografía de la toma de la Ciudad de México por las tropas invasoras (1847) durante la Guerra México-Estadounidense, la capital estaría ocupada hasta el final de la contienda (1848).Library of Congress
Un ejército de ocupación
Con la presencia del ejército invasor, el paisaje urbano de la capital del país cambió radicalmente. La actividad cotidiana iniciaba a las cinco de la mañana y terminaba cerca de las siete de la noche. Los conventos fueron convertidos en cuarteles y hospitales; la mayoría de los oficiales tomaron las casas abandonadas por sus dueños días atrás. Gran indignación causó entre la población mexicana el hecho de que los invasores entraran a las iglesias fumando o con sombrero y usaran los confesionarios para dormir.
Con el paso de los días, la vida adulterada empezó a tener visos de normalidad dentro de la ocupación militar. “Negocios son negocios” habrían pensado los propietarios de sastrerías, barberías, tiendas, fondas, mesones y tabernas. Rápidamente se acostumbraron a la presencia de estadounidenses en la ciudad y sustituyeron sus letreros y anuncios con otros… pero en inglés. Se dice que por entonces surgió el término “gringo” para referirse a los estadounidenses, ya que como vestían uniforme verde, en un muy mal inglés los mexicanos acuñaron el grito “¡green go!” lo que se traducía como: “váyanse verdes”.
A los habitantes de la capital impresionó vivamente la manera de comer y de beber de los invasores; cuál si fueran bárbaros, el escritor y cronista Guillermo Prieto apuntó: “Cuecen perones en el café que beben, le untan a la sandía mantequilla y revuelven jitomates, granos de maíz y miel, mascando y sonando las quijadas como unos animales… lo que causaba horror”. A las afueras de los cuarteles se paraban los vendedores de golosinas, carne y guisados, se sabía que entre los yanquis el dinero corría como agua. También era cierto que lugar que pisaban lugar que dejaban hecho un enorme muladar.
“YA LAS MARGARITAS/HABLAN EL INGLÉS/ LES DICEN: ‘ME QUIERES’/ Y RESPONDEN: ‘YES’”
El mayor recuerdo que dejaron los gringos entre los habitantes de la Ciudad de México fue el de los grandes escándalos, los bacanales y las orgías nocturnas que terminaban muy entrada la madrugada. Los invasores buscaban afanosamente el juego, la bebida y las mujeres: “Bebían de todo y como nubes —continúa Prieto—; lo mismo era para ellos el aguamiel que el aguarrás, y aunque el whisky era lo que más les entraba, echaban unos triquifortis de Tlamapa que temblaba el mundo”.
Quienes encontraron mayor afinidad con los estadounidenses fueron las prostitutas. El resto de la sociedad capitalina se escandalizaba noche tras noche: “Perju- dicial para los soldados fue su amistad con las meretrices de ínfima clase —escribió Antonio García Cubas— y a las que dieron ellos mismos el nombre impropio de margaritas. En las reuniones con ellas, dábase lugar a la comisión de escenas soeces e inmorales y era común entonar la popular canción de ‘La Pasadita’: Ya las Marga- ritas/ hablan el inglés/ les dicen: me quieres/ y responden: yes”. El 2 de febrero de 1848 se firmó el Tratado de Guadalupe-Hidalgo cuyo título oficial es una forma eu- femística de decir “despojo”: “Tratado de paz, amistad, límites y arreglo definitivo entre los Estados Unidos Mexicanos y los Estados Unidos de América”. El gobierno de México fue obligado a ceder dos millones 400 mil kilómetros cuadrados, poco más de la mitad de su territorio, a cambio de 15 millones de pesos.
Estados Unidos obtuvo Nuevo México, parte de Colorado, Utah, Arizona, Nevada y California en cuyo territorio convenientemente se encontraron grandes yacimientos de oro unos meses después de la firma del tratado de paz, lo cual dio inicio a la famosa Fiebre del Oro que permitió un desarrollo sin precedentes de la costa oeste de Estados Unidos como lo habían soñado los padres fundadores desde finales del siglo XVIII.
Las tropas de ocupación no abandonaron la ciudad el 2 de febrero, el canje de ratificaciones tardó en llegar y fue hasta el 12 de junio cuando los invasores salieron definitivamente de la Ciudad de México. “A las seis de la mañana, al arriar la bandera americana que flameaba en el Palacio Nacional, ambas fuerzas presentaron las armas y fue saludada aquella con una salva de treinta cañonazos —escribió el cronista Antonio Garcías Cubas—. Inmediatamente, con igual ceremonia, se izó el pabellón nacional disparándose para saludarlo veintiún tiros de artillería. A las nueve quedó completamente evacuada la capital por el ejército de los Estados Unidos”.
Podría pensarse que la clase política mexicana de aquellos años aprendió de la dramática experiencia de la guerra, pero no fue así, las pugnas internas, las rebeliones, las asonadas militares continuaron y transcurrieron varios años antes de que México se consolidara de manera definitiva como un Estado-nación.
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