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Al presente me encuentro sin dinero y con más faena y cuidados que nunca… no puedo más vivir ni pintar. Si he dado promesa de comenzar mi trabajo la di también contra la promesa de recibir mis cuentas. Y de esto hace más de un mes. No quiero continuar bajo este peso, ni ser yo cada día acusado de fraude porque me ha tomado la vida y la honra. Solo la muerte o el papa pueden librarme de ello».
Recreación de Miguel Ángel durante su vejez. Foto: Midjourney/Juan Castroviejo.
Así definía Miguel Ángel Buonarroti su situación cercano al fin de sus días. Se encontraba sin dinero, enfermo, cansado y frustrado. Su vida había sido una constante lucha contra el papado, sus enemigos en el Vaticano y sus propios miedos e inseguridades. Había sido obligado a pintar la Capilla Sixtina; había sentido la decadencia de Roma, la cuna del clasicismo, tras el saqueo en 1527 y las plagas de enfermedades que asolaron la ciudad; no conseguía finalizar el encargo que le acompañó toda su vida: la tumba de Julio II, algo que, además, le había ocasionado múltiples deudas con la familia de este pontífice. Era infeliz. Su longevidad, impropia para la época, le había hecho perder a gran parte de sus amigos. Se encontraba solo. Apelaba a la muerte o al papa para liberarse de las cadenas que le estaban oprimiendo. Era el ocaso de un genio. Parecía rendirse a su fin.
Daniel Rodríguez Castillo
Pocos años después de que anunciara su desilusión ante el encargo de realizar las pinturas murales del testero de la Capilla Sixtina, con frases tan lapidarias como: «volviendo a la pintura, nada puedo rehusar al papa Pablo. Pintaré descontento y haré descontentos», fue obligado, de nuevo, a practicar el arte del fresco, en este caso con la decoración pictórica de la capilla conocida como Paulina (en honor a Paulo III), construida por Antonio da Sangallo «el Joven» (1540). Se trataba de un espacio separado de la Sixtina solo por la Sala Regia, y se pensó que pudiera servir como lugar de exaltación del Sacramento.
Capilla Paulina en el Palacio Apostólico, obra del arquitecto Antonio da Sangallo «el Joven» (1540). Foto: ASC.
Más de 8 años (entre 1541 y 1550) estuvo para realizar la obra, pues padeció enfermedades de riñón y un incendio hizo que se desprendiera la techumbre, lo que produjo que la lluvia mojara el muro. Ya tenía 75 años Miguel Ángel. Y repetía, para evitar continuar con tal encargo, que la pintura, sobre todo el fresco, no convenía a los viejos. Ni así conmovió al papa, quien le obligó a continuar hasta tenerla finalizada.
Dos fueron los temas principales representados por el artista florentino: La conversión de Pablo camino a Damasco y el Martirio de Pedro, realizadas una frente a la otra al inicio de la capilla. La historiografía considera que ese fue justamente el orden que siguió, pues la escena del viaje de Saulo de Tarso, estilísticamente, es la más cercana al Juicio Final. Posee una estructura en dos partes. En la superior, aparece Dios de una forma efectista, rodeado de un aura resplandeciente, en un escorzo muy marcado. Es la luz simbólica de la conversión, que producirá que Saulo deje de perseguir cristianos y se una a la evangelización de los gentiles. Se advierte que Miguel Ángel ha representado la escena en el momento de caer las palabras de Dios como un trueno.
La conversión de Pablo camino a Damasco (1541- 1550), uno de los dos frescos pintados por Miguel Ángel en la Capilla Paulina, cuando contaba ya con 75 años de edad. Foto: ASC.
Se piensa, incluso, que Blake, en su conocida pintura El Anciano de los Días (1794), pudo tener como inspiración el fresco que nos ocupa. Dios aparece rodeado de ángeles y de bienaventurados desnudos musculados en complicadas agrupaciones, tal y como sucedía en la obra anteriormente citada. Forman un coro de atléticas figuras que flotan en el espacio. Unos desnudos académicos pero en posturas complejas, transgrediendo, como en la Capilla Sixtina, las normas.
Miquel Àngel Herrero-Crotell
En el plano terrenal, el concepto pictórico es distinto. Hay un sentido perspectivo nuevo, unas distancias en planos espaciados hacia el horizonte. El caballo sigue encabritado, acentuando la sensación de inestabilidad y movimiento. Además, no se atiende al texto bíblico, pues el santo aparece con una abrumadora ancianidad, con largas barbas. Este hecho también despertó críticas entre los primeros espectadores o tratadistas posteriores que lo contemplaron. No seguir las escrituras era un problema, justo cuando la Iglesia Católica luchaba frente las críticas protestantes que insinuaban que no leían los textos canónicos.
Aun así, todos ellos se rindieron a la belleza del santo representado. Así, Gilio, uno de los intelectuales más reputados del momento, exclamó: «Qué diremos del deslumbrado San Pablo de Miguel Ángel. Nadie puede igualarlo en mostrar el éxtasis, el terror, el estupor, el salir fuera de sí por el gran accidente que le ocurre». El cuerpo de Saulo se redobla mientras que cada soldado reacciona de una manera distinta. El paisaje se reduce a la mínima expresión, consiguiendo la perspectiva a través de los 80 violentos escorzos, como el del caballo, cuya parte trasera ocupa un lugar importante en el espacio compositivo. Miguel Ángel continúa rompiendo con la tradición, avanzándose a su tiempo y creando nexos con el incipiente Barroco.
El canto del cisne de la escultura miguelangelesca
Ese momento de tragedia interior, de desolación, que hemos citado se puede analizar también desde el punto de vista escultórico, el arte que mayores alegrías le produjo, aquel en el que hacía sentir más libre. Entre 1545 y su muerte en 1565 creó tres de las obras más rupturistas de su carrera. Como escribió su biógrafo más célebre, Vasari «cuando acabó de pintar la Capilla Paolina el espíritu y la virtud de Miguel Ángel no podían estar sin hacer algo». Eran ejemplo de su situación y de la experimentación constante, de la plasmación del paso del tiempo, del dolor.
El tema elegido no podía ser otro: la Piedad. Según Tolnay, para el genio florentino, esta figura era el arquetipo de la mujer creadora de la vida, y al mismo tiempo, guardiana de la muerte. Recordemos que él no tuvo la fortuna de poder conocer a su madre, y en algunos textos por él escritos se trasluce cierta añoranza a la figura materna, algo que, en palabras de Liebert, pudo ser fundamental en su experimentación a través de este tema.
Tres son las esculturas, como se ha dicho, que se le atribuyen en el ocaso de su vida —una de ellas con ciertas reservas—, donde se demuestra cómo ha cambiado su concepción del arte de esculpir. Del monumental conjunto de dicho asunto conservado en el Vaticano nada queda. Las delicadas y bien pulidas figuras se van diluyendo, emborronando gracias a una suerte de sfumatto escultórico fruto del conocido non finito. Lo que importaba era la idea (el concepto), esa idea que insuflaba vida a los personajes, la esencia misma de la escultura. Es esta una de sus concepciones más rupturistas, que fue recuperada por los artistas de los siglos XIX y XX, quienes utilizaron la experimentación de Miguel Ángel como modelo, convirtiéndolo en un genio inmortal, en un ser atemporal.
Piedad de la Catedral de Florencia (1547- 1553), conservada en el Museo dell’Opera del Duomo en Florencia. Foto: Shutterstock.
Conocida como la Piedad de la Catedral de Florencia, iniciada hacia 1545-1550, se trata de una de las obras más monumentales de su último periodo, mide 225 cm y fue comenzada en Roma con la intención que sirviera como decoración de su sepultura en la importante basílica de Santa María la Mayor. Estaba esculpiendo su propia tumba, pues como él mismo escribía: «Ya mis años terminan, ya al final me encuentro, como saeta que el blanco ya alcanzó. Hora es ya de aquietar el fuego ardiente». Él consideraba que esta sería su obra maestra, pero no fue así.
De hecho, cuenta la leyenda que, al advertir una fisura en el mármol que surgió al intentar introducir una modificación en la postura de las piernas de Jesús, preso de la desesperación y su afán de perfeccionismo, la golpeó y destruyó parte de ella. Tras esto, su discípulo Tiberio Calcagni, con su permiso reunió los pedazos y rehizo la Magdalena, de ahí que esta figura esté más pulida. Poco tiempo después, acuciado por sus deudas, tuvo que venderla a Francesco Bandini por doscientos escudos, tras decidir ser enterrado en Florencia. Desde entonces formó parte de la colección de este noble hasta su traslación a la iglesia de San Lorenzo de Florencia en 1674, por mediación de Cosme III, donde permaneció hasta los años 20 del siglo XVIII, cuando se transfirió al Duomo de la ciudad del Arno.
En esta obra Nicodemo sostiene a Cristo, totalmente inerte, cuyo cuerpo cae por su peso, quebradas las muñecas y la cabeza, originando la típica línea en zigzag, conocida como serpentinata, que da dinamismo a la acción. Más que una Piedad, parece un Descendimiento, porque mantiene el sudario y aún no se le ha entregado el cuerpo completamente a la Virgen, quien parece ayudar al piadoso miembro del Sanedrín en su transporte. María, a un lado de Nicodemo, presenta un rostro informe, non finito, que denota el dolor en su gesto; mientras que, al otro, María Magdalena, compensando los volúmenes, ayuda a sostener la figura del Salvador.
Las Piedades de Palestrina y Rondanini
La historiografía opina que el rostro de Nicodemo pudiera ser un autorretrato del propio artista, que se representó cansado, cargando el cuerpo de Cristo, como si fuera una metáfora de ese sentimiento religioso tan exacerbado que vivía Miguel Ángel, que le atormentó en múltiples ocasiones. Se aprecian las mejillas hundidas y el barbado mentón, creando una forma cóncava, con un esquematismo de gestos, tomando la esencia misma de su faz.
Piedad de Palestrina (h. 1555), en la Galería de la Academia de Florencia. Foto: Album.
También se dio cierta simplificación compositiva. Intentó fundir las figuras en un solo bloque en forma triangular, con el tocado en punta de Nicodemo. Ya no existe la abundancia de los plegados, ni las minuciosas venas y matices de las manos que se aprecian en su David. Es un proceso de intimismo, una obra personal, sin encargo, donde volvió su conciencia, su angustia, donde dicen que fundió sus dolores con loas de Cristo. La concepción apolínea del Renacimiento termina aquí, unida a la espiritualidad y al patetismo. Cristo es un héroe caído, pero sobre todo, un ser humano.
Poco tiempo después de la obra anterior finalizó la conocida Piedad de Palestrina (1555), conservada actualmente en la Galleria della Accademia de Florencia, pero esculpida con mármol romano. Los expertos en su producción artística dudan de su posible autoría, pues no hay documentos notariales, comentarios o escritos autógrafos, como sucede en los otros casos, donde aparezcan referencias al respecto. La primera cita data ya del siglo XVIII. Su nombre proviene de que durante un tiempo estuvo colocada en la capilla fúnebre, situada en el interior de la iglesia de Santa Rosalía en Palestrina, del importante cardenal Antonio Barberini. Allí estuvo hasta que en 1939 la compró el estado italiano, quien la legó al museo anteriormente citado.
Retrato del cardenal Antonio Barberini (h. 1630), por Simone Cantarini. Foto: ASC.
Es una de las esculturas más abocetadas de su producción. Parece que ya no le interesa el conjunto, sino la idea. Se deleita en relieves del torso, en crear claroscuros, y no tanto en la expresión del dolor materno. La Virgen es solo un sustentáculo, sobre el que aparece Cristo derrumbado, sin la ayuda de María Magdalena, mostrando aún mayor pesimismo. Deja a al vista los golpes del cincel, con un granulado que sirve para modelar, para crear texturas palpitantes, marcar los contrastes lumínicos y aumentar el dramatismo.
Una de sus últimas obras, siguiendo con la temática indicada, fue la conocida Piedad Rondanini (1552-1561), a día de hoy custodiada en el Museo del Castello Sforzesco (Milán). Su especial forma, tan alargada, ha hecho plantear a la crítica que estuviera sacada de una columna romana, algo muy habitual en una sociedad donde se reutilizaban los restos de la Antigüedad. De todos modos, la utilización de ese canon volumétrico muy particular fue también una característica del llamado «Manierismo», donde se estiraron las formas y contornos, tal y como sucede, por ejemplo, en la obra de El Greco, Pontormo o Parmigianino. Respondería a una desmaterialización de sus formas, que se convierten en una expresión de su emoción, de sus anhelos descarnados. Las figuras se estilizan y se hacen más flexibles. Todo es tensión, una suerte de desesperación sublime de los últimos años de vida.
Piedad Rondanini (1552-1561), conservada en el Museo del Castello Sforzesco (Milán). Foto: Shutterstock.
Se considera que comenzó a esculpirla después de que la anterior piedad de Florencia fuera destruida. De hecho, también algunas fuentes determinan que estuvo trabajando en ella hasta seis días antes de su muerte. En este caso no se tiene constancia de que pensara utilizarla para su sepulcro, de hecho se la regaló antes de finalizar a su criado Antonio del Francese. Tiempo más tarde fue adquirida por el marqués de Rondanini, de ahí el nombre con el que se conoce. Actualmente se encuentra en el enclave citado porque en 1956 fue comprada por el Comune (Ayuntamiento) de Milán, quien decidió que el imponente castillo que perteneció a los Sforza, una de las familias nobles más importantes de la península itálica, sería el mejor lugar para ser expuesta.
En esta imponente obra de casi dos metros de altura, de nuevo, la madre sujeta a un hijo, pero en este caso ya se funde en un abrazo. Tiende a la supresión de la materia. Aquí se advierten las virtudes expresivas del non finito, una mezcla del desdén por la imposibilidad de conseguir una obra perfecta, combinado con la dificultad de revelar plásticamente las ansiedades del espíritu. Al Cristo muerto extendido en horizontal de la Piedad del Vaticano, sucede este vertical, casi solo signo corporal, que no se distingue de la madre como en la primera. Del Cristo dulcemente fallecido, al derrumbado, sin consuelo del sudario. En esta escultura explota las cualidades expresivas del mármol, de las texturas, denota la importancia de la experimentación técnica. Su vida fue una lucha constante por el saber, por la perfección espiritual, una batalla por hacer posibles sus sueños; fue todo ello lo que le impulsó a ser un artista innovador. En esta escultura parece representarse el abandono de la muerte, la frustración que denotaban las palabras con las que iniciamos este fragmento. Como él mismo escribió: «Ya mis años terminan, ya al final me encuentro, como saeta que el blanco ya alcanzó. Hora es ya de aquietar el fuego ardiente».
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