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Los imprevisibles pasos de baile de la Historia han producido países pequeños, grandes, muy pequeños y muy grandes. China, Canadá y EE UU son muy grandes y de una dimensión parecida, en torno a los9.000.000 de km 2. Pero la Federación Rusa es enorme: ocupa 17.000.000 de km², casi el doble que esos gigantes.
Y mientras fue la URSS ocupó unos 22.500.000 km² sin contar a los países satélites. Recientemente, en una reunión de intelectuales rusos y europeos se preguntaba un español cómo es que la Unión Europea considera la integración de Turquía sin haber sugerido jamás la de la Federación Rusa.
El endurecimiento de la represión zarista frente a los movimientos revolucionarios anticipó la caída del Imperio RusoCopilot / Pablo Mora
Dijo que Stravinski, Mendeléiev y Dostoievski, por ejemplo, fueron indiscutiblemente europeos, y que no conocía músicos, científicos ni novelistas turcos comparables. A lo que contestó al momento un ruso: “La razón es que somos demasiado grandes para ustedes”. Y el español replicó: “El Imperio sí, pero el reino no”.
La Rusia actual es resultado de una secular expansión imperialista que llevó los caracteres cirílicos griegos hasta Vladivostok, en el Pacífico asiático. Fue una epopeya muy dura, buena parte de la cual consistió en la ocupación de Siberia, esa inabarcable región que ocupa las tres cuartas partes de Rusia y donde cabrían 26 Españas una junto a otra.
En el siglo XVIII, la dinastía Romanov consolidó por fin el Imperio y convirtió a Rusia en una de las grandes potencias europeas. La causa principal fue la explotación de sus infinitas materias primas, pero la condición de sus habitantes no reflejaba ningún esplendor, excepto la de los aristócratas y los grandes terratenientes. Los zares eran perfectos autócratas.
Tanto Pedro el Grande como la no menos grande Catalina II, fueron sendosmodelos de déspotas ilustrados que, con toda su ilustración –responsable entre otras cosas del magnífico museo del Hermitage en San Petersburgo– mantenían al 80% de sus súbditos en la tenebrosa condición de siervos.
La ilustrada zarina estaba animada de buenas intenciones, pero todos sus desvelos terminaban allá donde lo hacían las exigencias de la nobleza y su propio ego. Cuando estalló la Revolución francesa, Rusia, como el resto de las monarquías europeas, extremó la vigilancia para no contaminarse con aquellas ideas. Y la gran zarina, aunque declaradamente francófila, actuó sobre sus prosélitos con todo el rigor de que era capaz.
Domingo Rojo, cuando las tropas del zar Nicolás II dispararon contra los ciudadanos rusos que se manifestaban frente al Palacio de InviernoGetty Images
Primeros gritos de libertad
Catalina murió cuando arrancaba el siglo XIX, cuyos primeros años se emplearon en Rusia en luchar contra Napoleón. Las condiciones de vida de los rusos empeoraron todavía más, y en 1825, unos meses después de la muerte de Alejandro I, estalló el primer grito de libertad, el de los llamados “decembristas”, que exigían la liberación de los siervos y la redacción de una Constitución que garantizase la libertad de opinión e información, lo que implicaba reducir el poder omnímodo del autocrático zar.
La insurrección decembrista fue protagonizada por el príncipe Trubetskói, que reunió a dos mil soldados ante el Senado de San Petersburgo mientras su compañero Alejandro Yakubovich, que debía hacer prisionera a la familia imperial en el Palacio de Invierno, se echó atrás en el último momento.
La represión fue rigurosa y dejó huella en muchos testigos. Entre ellos Alejandro Herzen, un filósofo político socialista que, moviéndose por el extranjero después de haber sufrido cuatro años de destierro siberiano, alentaba desde su periódico Kolokol (Campana) una revolución drástica, con guillotina incluida, para su enorme e infeliz país.
Sus escritos movilizaron e incendiaron las suficientes conciencias como para que se le considere uno de los grandes contribuyentes a la causa de la liberación de los siervos. Ese acontecimiento, importante tanto para Historia de Rusia como para la del género humano, no tuvo lugar hasta 1861.
En ese momento, 50 de los 60 millones de almas que poblaban Rusia eran siervos. El barón prusiano August von Haxthausen, un personaje al que se puede llamar economista, antropólogo, agrónomo y filósofo, observó durante su viaje por Rusia a invitación del zar Nicolás I que entre los campesinos se daba una peculiar forma de convivencia llamada obchtchina, el sistema de las primitivas comunidades rurales que trabajaban conjuntamente la tierra y repartían sus frutos de forma igualitaria: algo muy parecido al concepto de kibutz que desarrollarían más tarde los judíos rusos en Israel, si no su inspirador directo.
Domingo Rojo, cuando las tropas del zar Nicolás II dispararon contra los ciudadanos rusos que se manifestaban frente al Palacio de Invierno
Nueva organización agraria
Cuando Von Haxthaus enpublicó el resultado de sus investigaciones, la obchtchina encandiló a los socialistas de primera hora, que vieron en ella el germen de lo que podría ser un sistema comunitario y solidario.
Por entonces, los intelectuales rusos estaban divididos entre los eslavófilos, muy nacionalistas y defensores de los valores “eternos”, y los occidentalistas, quienes, como Herzen, veían en la obchtchina la fórmula socialista que Rusia había inventado y que parecía destinada a ser la clave de su futuro político.
Piotr Tkatchev, un revolucionario de primera hora a quien se considera precursor de Lenin, escribió a Engels sosteniendo que la obchtchina demostraba que el pueblo ruso estaba imbuido por naturaleza y tradición de los principios comunistas, de forma que las nuevas ideas les iban a aparecer muy fáciles de aceptar.
Por otro lado, Haxthausen afirmaba que esas prácticas sociales no eran privativas de Rusia, sino que muchos otros países europeos habían vivido así desde tiempos arcaicos. Esto hizo soñar a Marx y Engels con la posibilidad de exportar la obchtchina rusa a toda Europa en el caso de que una eventual revolución en Rusia se contagiara automáticamente –según ellos esperaban– a los países occidentales.
El movimiento estudiantil ruso –procedente del recién surgido proletariado– también desempeñó su papel en la Revolución de Octubre (arriba, estudiantes manifestándose en 1917), pues en sus inicios la oposición al zarismo estuvo en las universidades rusasGetty Images
En la segunda mitad del siglo XIX las ideas políticas florecieron en Rusia como nunca lo habían hecho. Y también la represión. Los movimientos revolucionarios europeos de 1848 que condujeron a la Segunda República en Francia endurecieron a la policía zarista, que puso el foco sobre las pequeñas organizaciones políticas más o menos secretas que pretendían cambiar las cosas. Petrashevski, un funcionario de Asuntos Exteriores, mantenía una tertulia que intentaba promover la emancipación de los siervos.
En abril de 1849, la policía efectuó una redada en su casa que se saldó con 50 detenidos. Uno de ellos era el magistral novelista Fiódor Mijáilovich Dostoievski, el cual fue condenado a muerte junto a otros 32 compañeros. Ya estaban los reos alineados delante del pelotón cuando llegó el perdón del zar y la conmutación de la pena capital por la de destierro. La literatura universal suspiró aliviada.
José Luis Hernández Garvi
El nacimiento del proletariado
La inevitable abolición de la servidumbre no se produjo por la magnanimidad del autócrata, sino porque ya no resultaba económicamente satisfactoria. El trabajo de los hombres libres era mucho más rentable que el de los siervos. Tras plantearse el problema del reparto de las tierras, resultó que las mejores continuaron estando en manos de los nobles y los grandes terratenientes.
Millones de mujiks (campesinos rusos) decepcionados y hambrientos se dirigieron hacia las ciudades en busca de una esperanza para sus familias, y así nació una clase social deprimida pero efervescente, un sustrato que los nuevos politólogos llamarían proletariado.
Un segundo núcleo de descontentos lo constituyeron los estudiantes. Las universidades se habían llenado de jóvenes de ambos sexos, muchos de ellos becados e hijos de proletarios, que vivían con camaradería las estrecheces de la condición estudiantil.
Entre estos grupos, la revolución se contemplaba como un objetivo indiscutible y era el único sector en el que había elementos activos de ambos sexos. Los más radicales habían superado (o decían haberlo hecho) todas las convenciones y atavismos. La moral era una trampa, la religión una variante de superstición.
En 1866, el revolucionario Dmitri Karakózov atentó contra la vida de Alejandro II en San PetersburgoGetty Images
Todo lo humanístico debía someterse automáticamente a lo “científico”. En su novela Padres e hijos, Iván Turguénev bautizó a los miembros de este grupo social como “nihilistas”. Tchernychevski, filósofo revolucionario, publicó en respuesta una novela titulada ¿Qué hacer? y subtitulada Los hombres nuevos que tuvo una enorme repercusión e influyó hasta al mismo Lenin, quien publicó un tratado con el mismo título que fue decisivo para el bolchevismo.
Mucho más relevante que el movimiento estudiantil fue el de los narodniks, (populistas) llamados así porque obedecían a la consigna de introducirse en el pueblo para difundir directamente sus ideas.
Convencidos de las bondades de la organización comunera agraria rusa (la obchtchina), su primera acción política consistió en dirigirse a una pequeña población agrícola para predicar su doctrina. Los campesinos los sacaron del pueblo a pedradas.
Decidieron entonces convertirse en una organización secreta de corte anarquista a la que llamaron “Tierra y Libertad”, de la que se escindió en 1879 la facción llamada Narodnaia Volia (“El pueblo lo quiere”), que abogaba por la acción directa. O sea, por el terrorismo planificado y organizado.
Desde su fundación misma, los narodniks se propusieron como objetivo principal el asesinato del zar Alejandro II, y lo consiguieron menos de dos años después, tras cinco tentativas fallidas. El magnicidio desencadenó una represión que desembocó en el ajusticiamiento de los responsables y el fin de organización. Además, supuso la puesta en marcha de la temible policía política zarista, la Ojrana.
El ferrocarril transiberiano (arriba, durante su construcción) se inauguró en 1904Getty Images
Fueron aquellos populistas quienes fundaron la primera célula marxista en Rusia. Sin embargo, frente a la corriente comunista seguidora de Marx y Engels, se posicionó el anarquismo revolucionario de Bakunin y Kropotkin. Bakunin sólo era cuatro años mayor que Marx, y lo despreciaba por autoritario.
Marx, por su parte, trataba de desacreditar a Bakunin tachándolo de espía del zar. Pero el hecho es que ambos tenían sus raíces en el mismo huerto: el ala izquierda del pensamiento hegeliano. Y sin embargo, la diferencia de base entre ellos era esencial: Marx era un teórico; Bakunin, un hombre de acción.
El primero quería utilizar el Estado para fines revolucionarios, mientras que el segundo sostenía que la causa de todos los males era precisamente el Estado, y sospechaba que un Estado proletario terminaría por convertirse en otra forma de dominación, mientras que el único camino viable para el ser humano consistía en desarrollarse en libertad contribuyendo voluntariamente a la organización natural de la sociedad libertaria.
Un nuevo zar en el siglo XX
Cuando ambos apóstoles políticos se encontraron en París por primera vez, en 1845, se guardaron el aire. Pero en 1848, Marx publicó en su periódico una noticia según la cual Bakunin era un agente zarista encubierto, lo que probarían ciertos papeles que conservaba la novelista francesa Amantine Dupin, que firmaba como George Sand.
Cuando ella desmintió escandalizada la información, Marx se retractó, pero el mal ya estaba hecho y los enemigos de Bakunin alentarían mucho tiempo entre ellos esa vieja infamia.
Llegó el siglo XX con un zar nuevo, Nicolás II. En esos momentos el país presentaba dos caras. Por un lado avanzaba en el plano económico gracias a los desvelos del ministro Witte, que había entregado el país y sus interminables recursos naturales al capitalismo internacional.
La modernización empezaba a ser un hecho; pronto se dispondría del soñado ferrocarril transiberiano con el que acercar a Europa las riquezas siberianas. Sin embargo, el nuevo zar presentía que los días de la autocracia iban a terminar muy pronto. Rusia entera olía a revolución.
Surgían nuevos partidos a la izquierda de la izquierda, se multiplicaban las huelgas, las protestas estudiantiles, los atentados. Y además, había que afrontar la guerra (y la derrota) contra los japoneses. Nicolás, aunque declaró que mantendría la autocracia, empezó a hacer concesiones. Pero ya era demasiado tarde.
Durante la I Guerra Mundial, tropas rusas capturadas en septiembre de 1915 y escoltadas por soldados alemanesGetty Images
La represión se recrudece
En 1905, una multitud de 100.000 personas se manifiestaba ante el Palacio de Invierno y fue diezmada a tiros por el ejército. Entre las víctimas había mujeres y niños. Fue el llamado Domingo Rojo. Aquella sangre trazará un foso insalvable y definitivo entre el zar y su pueblo.
Unos meses después, y tras un par de derrotas frente a los japoneses, se amotina la dotación del acorazado Potemkin y surge el primer soviet en Ivanovo-Voznessenk. El zar acelera las reformas, multiplica las concesiones: convoca la primera Duma y lleva a cabo una reforma agraria.
La huelga general de octubre de ese año consigue arrancar del zar la promesa de una Constitución. Pero a la vez, la represión se recrudece: una huelga en el río Lena provoca 500 víctimas. En julio de 1914 llega la gota de agua que colma el vaso: Alemania declara la guerra a Rusia.
Tras una ola de fervor patriótico, las derrotas se suceden de una forma tan alarmante como humillante. Nada funciona en el país, los trenes no circulan o lo hacen muy mal, las fábricas están desbordadas y las cifras de bajas son apabullantes: 1.700.000 muertos, 7.000.000 de heridos.
La moral del país está por los suelos, y para enterrarla del todo aparecen la escasez y el hambre. El zar recorre el frente en su tren blindado, asistiendo impotente a una derrota tras otra ante los alemanes. Pero ya no es nadie. El pueblo no le quiere. Maldice a su amo, se burla de él. El crudo invierno de 1916 deja a la nación rusa en un estado próximo a la consunción.
En Petrogrado, que ha cambiado de nombre por resultar el de San Petersburgo demasiado alemán, la situación de penuria favorece la aparición de huelgas, y su represión la de nuevas manifestaciones masivas. Las mujeres se manifiestan por millares pidiendo paz y pan, y los gritos de la multitud se hacen más amenazadores cada vez. La gente, impulsada por los elementos revolucionarios, invade las comisarías de policía y se hace con sus armas.
Los ciudadanos comprueban que no es lo mismo manifestarse inermes que hacerlo armados. El zar saca el ejército a la calle. Hay un primer cruce de disparos. Pero esa noche un grupo de soldados y oficiales se pasó al campo de los sublevados y, al día siguiente, todos los regimientos que controlaban la ciudad se alinearon con ellos.
Ante las deplorables condiciones laborales en las minas siberianas de Lena, los trabajadores (en el cuadro) convocaron una huelga a la que el gobierno zarista respondió con el envío de tropas con órdenes de abrir fuego contra los manifestantes. Asesinaron
a 270 obreros.AGE
Los bolcheviques toman el poder
Se produjo el ocaso de los tres siglos de autocracia de los Romanov, y surgió el alba de una nueva era para Rusia. Pero el día salió nublado. El gobierno provisional liderado por Kérenski se obstinó en continuar luchando contra Alemania, y durante todo el otoño el partido bolchevique, surgido de la escisión mayoritaria del antiguo Partido Socialdemócrata y liderado por Lenin y Trotski, que exige el final de la guerra, se convierte en un segundo poder dentro del Estado.
La noche de 24 al 25 de octubre de 1917, los bolcheviques toman todos los centros de poder de Petrogrado, así como las estaciones, los centros de comunicación y los bancos. Después, concentran a las masas acompañadas de los soldados de la guarnición y los marinos de Krondstadt para asaltar el Palacio de Invierno.
Y apenas corre la sangre. El zar renuncia, y Lenin es dueño de la situación en Petrogrado, pero no en toda Rusia. Una parte de la población, los “blancos”, se alzarán en armas contra el poder rojo, de manera que la Rusia revolucionaria de los soviets se verá envuelta a la vez en dos conflictos distintos: la Guerra Civil y la II Guerra Mundial. Pero esa es otra historia.
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